El samurai fue, ante todo, un guerrero. Violento y maravillosamente refinado, reflejó fielmente la imagen del Japón feudal. En la actualidad ya no existe. Sólo queda el intento de mantener su espíritu a través de las artes marciales.
Esta nota, escrita por Dominique Buisson y extraída del número 47 de la revista Yudo/Karate, publicada en Argentina en diciembre de 1977, recuerda la historia de los guerreros japoneses, llena de matices destacados y plagada de hechos que quizás ya muchos conozcan, de aquellos legendarios caballeros del honor.
A pocas semanas del estreno de Sengoku Basara Nii, quiero compartir con ustedes este texto que me gustó mucho.
Los caballeros de la guerra
“Hana wa sakuragi hito wa bushi”. Esta máxima, tan querida al sentimiento de los japoneses, puede traducirse así: “De la misma manera que la flor del cerezo es la flor por excelencia; entre los hombres, el samurai es el hombre por excelencia”.
Surgido de un pasado fabuloso donde la leyenda es inseparable de la realidad, el samurai ha sido considerado en todos los tiempos como la imagen de la grandeza de una tradición que se ha perpetuado hasta nuestros días. Este hombre, cuya vida es tan floreciente pero también tan efímera como la de la flor del cerezo, es la imagen misma de su país: violento y maravillosamente refinado.
Su oficio de guerrero, al conducirlo sin cesar por un estrecho camino entre la vida y la muerte, convirtió en su más preciado bien a su armamento y en primer lugar a su sable, la célebre katana. Por otra parte, debía estar pronto a morir a cada instante. Su vida no sería, entonces, hecha sino de gloria y de combates y todo el arte consistiría no en vencer sino en morir dignamente, agradeciendo incluso, a veces a su adversario por haberlo matado tan bien, por medio de... un delicado poema. Pero el samurai es, ante todo, un hombre de guerra. Y para comprender bien ese carácter tan absoluto es necesario recordar que la mitología japonesa es rica en ejemplos heroicos.
Es evidente que todas las mitologías, ya sean griega, hindú, africana o céltica, se expresan gracias a dioses muy valientes y batalladores, pero en ninguna otra parte ellas se afirman tan fuertemente. Fantástica mitología que simboliza a través de un arma (el sable) toda la virtud de guerra del Japón naciente.
Un sable sacado de la cola de un monstruoso dragón
Cuando la diosa del sol, Amaterasu, envió a su pequeño hijo a conquistar el reino terrestre, ella le confió las tres insignias del Poder: el Collar, el Espejo y el Sable, sacado de la cola de un monstruoso dragón. No se debe dudar de la virtud de ese sable precioso, ya que el mundo pronto será pacificado y el advenimiento de Jimmu Tonno (primer descendiente terrestre de Amaterasu) marcará el Año I de la era japonesa. En ese punto, la historia se reúne con la mitología. Corría el
Luego, durante siglos aún, los dioses asistirán a los hombres para su conquista de otras comarcas, imponiendo aquí y allá tributos a los países conquistados. En el año 200 d.C., la preponderancia militar del Japón es tan fuerte que
El nacimiento de un hombre nuevo
Gracias a estas conquistas lejanas, la aristocracia japonesa tomará contacto con una cultura incomparablemente rica: la de China. Esta nación tan civilizada, tan refinada, influenciará mucho al rudo Japón. Rápidamente contactos fructíferos van a unirse con el continente. Un salto en la historia y estamos ahora en Heian Kyo, futura ciudad de Kyoto; ciudad japonesa sin duda, pero china en su forma y en su espíritu. Toda la cultura china ha sido asimilada, japoneizada. El Japón es actualmente rico, muy rico, y la lucha por esta riqueza va a enfrentar a las grandes familias. Esta época Heian es, entonces, fértil en grandes batallas. Fujiwara, Taira, Minamoto: estos nombres retumban como tambores en medio de los combates. De todos esos grupos que no cesan de disputarse el poder, el de Fujiwara, el primero, pondrá a la dinastía imperial a su merced. Pero después de una larga espera, el clan Taira aplastará a sus rivales Fujiwara al mismo tiempo que lo hará con los Minamoto. A partir de allí, el espíritu de revancha animará a la historia de esas familias. Los grandes guerreros de cada campo se ilustrarán de tal manera que la leyenda les acordará poderes casi sobrenaturales. Como ese célebre arquero Taremoto, del grupo Minamoto, que está representado sobre los primeros billetes de banco japoneses, en momentos de traspasar la quilla de los navíos enemigos con sus flechas. O como Yoshitsune, que aprendió de los genios alados el arte de la esgrima. Pero recién veinte años más tarde el éxito coronará los esfuerzos de los Minamoto con la aparición de su ilustre jefe Yoritomo, y su formidable victoria naval sobre el clan Taira, en 1185.
Son esos fabulosos combates los que marcarán la historia japonesa con un sello indeleble. Gracias a esas batallas de familias, el Japón va a liberarse de la dulce pero decadente atmósfera china, y definir su sobrio y eficaz espíritu caballeresco. A través de toda esa epopeya guerrera, tan a menudo pintada en las estampas, asistimos al nacimiento de un hombre nuevo.
La senda del arco y el caballo
Muy pronto, el Japón entrará en una larga era de siete siglos, la del “samurai” (el que sirve). Esta época, Kamakura, debuta con la creación del bakufu, o “gobierno militar de la tienda de campaña”, que codifica las costumbres y lo deberes del guerrero. Ese código de honor y de lealtad absoluta al superior no es todavía más que un simple resumen de jerarquía, pero permitirá establecer una dictadura militar en todo el territorio.
Yoritomo, su creador, se atribuirá muy naturalmente el título supremo de generalísimo (shogun), y asumirá realmente el poder.
A fines del siglo XIII, el espíritu se adelanta a las simples cualidades técnicas del combatiente, y el código del samurai se transforma poco a poco en un código moral: “La senda del arco y el caballo”. Pero los dos intentos de invasión al suelo nipón por los mongoles van a disminuir seriamente la eficacia de esta bella moral. Hasta entonces, los japoneses tenían el hábito de batirse elegantemente. Ningún combate se libraba sin el desafío tradicional de los más valientes guerreros: “Yo, Yoshitomo de Gonji, desafío al más bravo de entre vosotros a venir a medir su coraje, y si él no teme a la muerte, que venga a mí”. Los mongoles no hablaban japonés; puede admitirse consecuentemente que no habrían comprendido esos desafíos, y el primer caballero nipón que se adelantó no tuvo ocasión de presentarse. Acribillado por las flechas, se dio cuenta de que no respetaban las leyes de “La senda del arco y el caballo”. La increíble eficacia táctica de los soldados de infantería mongoles chocaba y sorprendía al ejército de los samuráis. Estos estaban por ser aplastados cuando un providencial tifón se desencadenó sobre la flota enemiga. Sin duda, los dioses estaban del lado japonés, ya que “los Vientos Divinos, Kamikaze, soplaban a favor de ellos”.
El zen
Un profundo cambio de mentalidad va a operarse. La aristocrática clase de guerreros admitirá en sus rangos a soldados de a pie de condición más popular. Este “grupo a pie”, compuesto de pequeños terratenientes, de campesinos, permitirá al pueblo trepar en la escala social, sobretodo en los períodos de guerras civiles que sobrevendrán. El nuevo gobierno de la era Muromachi no podrá impedir la creación de esos pequeños reinos combatientes, como así tampoco las revueltas campesinas, pero favorecerá una suerte de Renacimiento filosófico y artístico. El origen de esa renovación, el budismo zen, será precioso para el porvenir del Japón. El espíritu del samurai va a encontrar su verdadero sentido, su verdadera definición. “La senda del arco y el caballo” va a convertirse en “La senda del guerrero”, el famoso bushido.
Por cierto, la doctrina zen es severa, pero será aceptada por una élite que busca dar a su vida un sentido más profundo. El zen enseña que el real conocimiento no puede ser obtenido más que por una intensa disciplina mental y física.
El arte de morir
Pero el pueblo es desdichado, y la anarquía es grande. Alrededor del 1600, el emperador conferirá a uno de sus generales la tarea de pacificar el estado. Oda Nobunaga, guerrero enérgico e intransigente, deberá reunificar a los grandes barones (los daimyo). Sangrienta al principio, esta obra de reunificación continuará más suavemente con Toyotomi Hideyoshi, quien desarmará a los campesinos, y se concretará con Ieyasu Tokugawa (descendiente de la ilustre familia Minamoto). A partir de allí, el Japón entrará por primera vez en un largo período de 250 años de paz. Para asentar a su familia en el poder, el shogun Tokugawa va a extender a todo el país la red inextricable de un nuevo feudalismo.
En calidad de “hombre de espada”, él llevada dos sables (daisho), signo distintivo de su nobleza. Podrá responder con sangre a toda ofensa proveniente de un inferior. Sin embargo, el samurai se encuentra impedido de ejercer cualquier actividad manual o comercial (el colmo de la falta de educación sería hablar de dinero). Para esta casta superior, el suicidio “voluntario” (seppuku) por abertura del vientre deberá “convertir en inútil la espada del verdugo” para siempre.
Guerreros pacíficos
Pero los tiempos han cambiado; estamos en época de paz. Para llenar su inactividad, el samurai se dedica a la filosofía, a la literatura, al teatro introducido anteriormente por la doctrina zen, aunque con un espíritu menos austero. Su entrenamiento no estará centrado en la eficacia del combate sino en su propia eficacia. Ya nos será más el hombre el que hará el arte de la guerra, sino que las artes marciales harán al hombre.
Después de 250 años de paz impuesta por los Tokugawa, Japón despertó. Una horrible guerra civil enfrentó a shogun y emperador con motivo de la reapertura del Japón al extranjero. La presión de los americanos primero, y de los europeos después, obligó al emperador a asumir el comando del ejército. Recibió la sumisión del último shogun. Ésa fue la última vez que se llevó la armadura a la batalla. La apertura del Japón al mundo moderno, en 1868, bajo la restauración Meiji, y la abolición de la obligación de portar el sable en 1877, redujeron a unos 40.000 samuráis al descanso “técnico”. Muchos no soportaron ese cambio y no aceptaron la práctica de otro oficio. Numerosos harakiri dieron fin a este período. La mayor parte de los samuráis debieron vender su equipo, conservando solamente, y de una manera piadosa, su katana ya inservible.
1 comentarios:
wen post! :)
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